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miércoles, 22 de junio de 2011

Novelas – Flannery O’Connor

Foto antigua. Camino de terrizo. Un coche por él. Varias personas caminan por su borde.

Publicadas en castellano a finales de los ochenta, se reeditan ahora, en un solo volumen las dos novelas de la escritora sureña Mary Flannery O’Connor (1925-1964), tan magistrales como sus relatos, y que, junto a estos, la convierten en una de las autoras norteamericanas más influyentes y esenciales del siglo XX; además, su lúcido tratamiento del fanatismo religioso característico del profundo sur donde vivió, confiere a estas novelas y a toda su obra un carácter asombrosamente actual.

Es precisamente a partir de algunos relatos publicados a finales de los cuarenta, que va tomando cuerpo, después de ser parcialmente reelaborados, la primera de las novelas, Sangre Sabia (1952), llevada al cine por John Huston en 1978, y en la que el joven huérfano Hazel Motes se debate entre su pérdida de fe al regresar del ejército, y el antiguo deseo de seguir, como predicador, los pasos de su abuelo, “un viejo viperino, que había recorrido tres condados llevando a Jesús oculto en la cabeza como un aguijón”.

En su periplo, Haze se irá encontrando con personajes de distinta catadura pero casi ninguno de fiar, como Asa Hawks, el predicador evangélico de la Iglesia Libre de Cristo, y su hija, la calculadora quinceañera Sabbath Lily, o Hoover Shoats, predicador profesional y estrella de la radio, en la que ofrece experiencias religiosas para toda la familia; y sobre todo, Enoch Emery, instalado en la espera y la convicción de que va a ocurrirle algo que lo redimirá y lo convertirá en un hombre nuevo; pero, en cualquier caso, la decepción y la indignación llevarán a Haze a crear su propia Iglesia Sin Cristo, y a darla a conocer desde el capó de su destartalado Essex, con una ingenuidad, una entrega y una resignación dignas de un personaje de Beckett.

Pero es la culpa el verdadero tormento de Haze, una “culpa imprecisa, sin nombre, que llevaba dentro”, y que se recrudece con la visión, de niño, del oscuro espectáculo de una barraca de feria, símbolo de aquello que nos atrae por el conocimiento que esconde, y nos repele por la culpa que genera, barracas que podemos encontrar en algunos cuentos de O’Connor, y que esconden aberraciones o curiosidades como el hermafrodita de “El Templo del Espíritu Santo” o el hombre tatuado de “La espalda de Parker”; pero presentes también en relatos de su predecesora Eudora Welty, y que, en otros ámbitos creativos, pueden servir tanto para mostrar al Hombre Elefante de David Lynch, como para inspirar la obra del pintor surrealista Paul Delvaux, obsesionado con las vitrinas del Museo Spitzner como Enoch Emery lo está con lo que encierra la del suyo; metáfora, en fin, de los miedos y anhelos encerrados en nuestro subconsciente.

En la segunda novela, Los violentos lo arrebatan (1960), cuyo primer capítulo también es el resultado de la reescritura de un relato previo, nos movemos en terrenos igual de pantanosos, pero centrándonos en los efectos destructivos que causa el fanatismo religioso en las mentes infantiles. Se nos presenta aquí la historia del adolescente Francis Tarwater que aleccionado desde pequeño por su tío abuelo para que prosiga su misión profética y marcado por las excepcionales circunstancias de su nacimiento, cae, sin embargo, al igual que Haze, en un contradictorio y beligerante desánimo que su tío Rayber, el maestro, intenta aprovechar para desactivar la espoleta de la irracionalidad, aun sabiendo que él también “estaba hecho de la misma materia que los fanáticos y los locos”.

En definitiva, un libro imprescindible de una autora imprescindible, donde se abordan dos ficciones no por universales menos determinantes: la culpa y la espera confiada en una revelación; y por debajo de todo ello, “la conocida corriente subterránea de la esperanza”.

Me pregunto qué hubiera podido escribir Flannery O’Connor sobre los telepredicadores y los grupos de extrema derecha de raíces evangélicas del siglo XXI si su temprana muerte no se lo hubiera impedido. De eso se libró. ¡Alabado sea el Señor!.



Rafael Martín.

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