Siempre hemos sabido que por debajo de la gran corriente de la Historia oficial fluye el sucio arroyo de las intrigas y los móviles políticos, de clase o personales, y que junto a las grandes mentiras de destrucción masiva se mueven oscuros intereses económicos; o que tras las peligrosas conspiraciones judeo-masónicas y del terrorismo internacional podemos atisbar la necesidad de las estructuras de poder de crear un enemigo fácilmente reconocible y aglutinador, del cual nos defenderán esas mismas estructuras y en las que debemos confiar para que nos libren del mal, amén.
Y porque sabemos eso es por lo que no nos sorprenden las revelaciones de
Wikyleaks o los documentales y textos de
Michael Moore, salvo por los detalles concretos, las pruebas irrefutables o la insultante desvergüenza de algunos personajes.
Es con esos materiales con los que juega
Umberto Eco en su última novela, haciendo que su personaje, Simone Simonini, participe activamente, aunque siempre en la sombra, en algunos importantes acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo XIX: desde la lucha unificadora de
Garibaldi hasta el
caso Dreyfus, pasando por la
guerra franco-prusiana o los sucesos de la
Comuna de París. Todo ello presentado en el mejor estilo del
folletín decimonónico.
Pero su personaje no es más que el brazo ejecutor al servicio de intereses de instancias superiores, ya sean los servicios secretos franceses, el espionaje ruso, el papa o la compañía de Jesús; y allí donde la Historia deja un hueco, cuela Eco a su personaje, haciéndolo bajar a las cloacas tanto metafóricas como reales.
Papel fundamental juega Simonini en las difamaciones y consecuentes persecuciones a los judíos, masones y jesuitas, en especial a los primeros, convirtiéndose en responsable inicial del manifiesto antisemita conocido como
Los protocolos de Sión, de amplia difusión en la alemania nazi. Aunque, en realidad, el escrito que confecciona Simonini a lo largo de la novela, y de cuya escena inicial deriva el título de la misma, sirve tanto para difamar a jesuitas, como a judíos o a cualquiera que se ponga por delante, haciéndolos responsables, sucesivamente, de grandes y terribles complots universales.
Es decir, aunque el objeto de estos ataques pueda ser intercambiable, lo importante es ofrecer un enemigo que reúna las más aberrantes inclinaciones (asesinatos de niños a manos de los judíos, apuñalamiento de hostias en el rito de iniciación masónico…), así como los más terribles objetivos.
No deja de sorprender, en cualquier caso, que todos los hechos y personajes de la novela, a excepción del protagonista y alguno secundario, son totalmente reales, como indica el propio autor en nota final, y está bien recordar, en ese sentido, el contenido de alguna encíclica papal, o de aquellos textos que advertían de complots urdidos por los enemigos del trono y el altar, o la sangrienta represión de los incipientes movimientos sociales de entonces.
Estamos, pues, ante la sexta y mejor novela, junto a
El nombre de la rosa, de un autor cuyo mensaje, como el de
Assange y los suyos, no por conocido o intuido, se hace menos necesario.
Rafael Martín.
rafamarting@gmail.com